miércoles, 4 de diciembre de 2013

El Fantasma de mi Padre




“El aparecido es real. Vi a vuestro padre. O a algo tan parecido a vuestro padre como una de mis manos es a la otra.” Shakespeare.

La presencia de fantasmas es recurrente en nuestros relatos cotidianos. Los oímos en las historias de familia y amigos; los vemos en amplias o breves pantallas, o los imaginamos a través del tamiz de las palabras escritas. Su presencia etérea y aparición aleatoria los hace seres impredecibles e inaprensibles. Cada vez que pienso en fantasmas los imagino como seres solitarios y ajenos; pues los fantasmas depositados en los relatos que había escuchado cuando niño eran fantasmas anónimos, sin pasado o vida rastreable. Por ello ha sido sorpresivo ir constatando que mi padre, después de llevar la mitad de mi vida muerto, va formando parte de una invención en la que “encarna” el papel de fantasma, que no se ha ido del todo, que no se ha ido al lugar al que van a dar los muertos. No sé exactamente a donde, si acaso a una morada estable o de tránsito. Al parecer, mi padre, simplemente no se ha ido. Ahora es un fantasma y ya no necesariamente aquel hombre sin hermanos ni madre que le tenía un miedo innombrable a los temblores, que bautizó al primero de sus hijos con su nombre y que se murió de tristeza.

Por algunos años el relato sobre el fantasma de mi padre fue una historia mal contada, pero la aparición y suma contingente de narradores, y sus versiones, le han dado la potencia persuasiva para arremeter contra el orden de mis recuerdos y sus escaras. En 1997, cuando migramos de Oxapampa, nuestra casa se alquiló a un sobrino de mi madre. Él y su familia la habitaron por cerca de una década. Nuestro lazo familiar y contractual devino en deudas y distanciamientos. Cuando las relaciones se iban agotando, este primo, en alguna visita que mi mamá le hizo para cobrarle lo que nos debía, le contó que mi papá se dejaba ver en la casa. Ella no le creyó (o no le quiso creer) y solo sentenció: "Seguro tu tío ya quiere que te vayas”. La respuesta de mamá canceló el tema de la boca del primo y parece que de las nuestras también. Casi una década después, en la misa del hermano de mamá, una sobrina del primo se acercó para hablarle de papá. Esta le contó que hace años, cuando estuvo de visita en casa, cuando mi primo la habitaba, mi papá se dejo ver y la asustó. Ella lo vio parado en la puerta de la cocina, en una postura que reconoció como suya. Solo atinó a correr entorpecida por sus propios gritos hasta dar a la calle. No sé qué lado sensible de mi madre habrá despertado cuando escuchó, una vez más, la historia del primo deudor en términos de otra persona, ahora una mujer joven y bella que la vida no había tratado precisamente bien. Aún así, creía percibir en nosotros una resistencia al relato, una resistencia de hacer de mi padre un fantasma.

Sin embargo, la existencia ahora atribuida a mi padre sigue siendo relatada por otros. Ahora en casa vive una joven familia: mi prima, su esposo y su pequeña hija que solo dibuja monosílabos en el aire. Esta vez el esposo dice haber visto a un anciano en la sala de la casa. Este pasaje ha sido contado con más detalle. Un mediodía, de sábado y claro sol (así lo imagino), el joven padre lleva en brazos a su niña, la pasea por la casa con placer, sin sentir el peso en sus brazos. Su recorrido continúa en un segundo piso, el lugar que albergaba nuestra sala. En este segundo piso cuelga una ventana mediana y cuadrangular que da a una avenida muy transitada. Ver desde aquella ventana, casi sin ser visto, puede resultar gozoso. Siempre acontece algo allá fuera. Papá y mamá lo sabían. Era muy frecuente verlos auscultando la calle y comentando con excitación lo que la gente vivía cotidianamente. El joven esposo se asoma por otra ventana que está del lado de la puerta y ve a un anciano delgado, de cabellera menuda y mediana estatura, de pantalones marrones, camisa gris y chompa ligera. El anciano mira hacia la calle, sosegado. El joven padre no se asusta y continúa su recorrido por el balcón que se desprende en el segundo piso, como si fuera rutinario ver al anciano habitando la sala y mirando a la calle. Luego de agotar sus pasos por el balcón y volver sobre ellos, el joven padre echa una vez más un vistazo. Esta vez la sala está aparentemente vacía, como siempre o quizá como nunca. Luego le describirá a su esposa las características del etéreo cuerpo. Era Antonio, mi padre.

Volver a escuchar que ese “pedacito esencial” de mi padre está en casa me ha inquietado, aunque en cierto modo también me ha tranquilizado constatar que está en su casa, en el lugar que tanto quiso y se arraigó con la ternura y la furia de un niño huérfano y sin hermanos que fue. ¿Cuál podría ser el motivo por el que mi padre no logra “descansar” (¿tranquilo?), si es que acaso existe dicho estado? Él solo migró a Lima para morir. Amaba Oxapampa y su casa, que al fin y al cabo son lo mismo. Mi hermano ha escuchado decir que los fantasmas que “se quedan” simplemente lo hacen porque se sienten bien allí, pero, ¿cuál es el lugar que les corresponde?, ¿es ese verdaderamente su lugar?

Tomar por cierta esta historia ha sido una línea trazada sobre la construcción de mis muertos. Saber que “algo” de mi padre, algo “vivo” o ciertamente aprehensible a través de los sentidos, está en un lugar es hacerme a la idea que, después de todos estos años de soñarlo con resentimiento, está con nosotros. Posiblemente nunca me comunique con él, pero sé donde está y es en este mundo que percibo y me duele a veces. Aunque suene paradójico no quiero ir a verlo porque tengo la certeza que no lo veré. En estos años he vuelto y he dormido algunas noches en casa. Nunca he sentido su mínima y etérea presencia. Creo que mejor así, pero sé que está allí. Me sosiega saber que lo tengo cerca, que no vamos a hablar, pero que está en casa. Sé que no es un hecho para racionalizar, aunque creo que es lo único que he hecho en este recuento sobre el fantasma de mi padre.