“El aparecido es real. Vi a vuestro padre. O a algo tan
parecido a vuestro padre como una de mis manos es a la otra.” Shakespeare.
La presencia de fantasmas es recurrente en nuestros relatos
cotidianos. Los oímos en las historias de familia y amigos; los vemos en amplias
o breves pantallas, o los imaginamos a través del tamiz de las palabras
escritas. Su presencia etérea y aparición aleatoria los hace seres impredecibles
e inaprensibles. Cada vez que pienso en fantasmas los imagino como seres
solitarios y ajenos; pues los fantasmas depositados en los relatos que había
escuchado cuando niño eran fantasmas anónimos, sin pasado o vida rastreable. Por
ello ha sido sorpresivo ir constatando que mi padre, después de llevar la mitad
de mi vida muerto, va formando parte de una invención en la que “encarna” el
papel de fantasma, que no se ha ido del todo, que no se ha ido al lugar al que
van a dar los muertos. No sé exactamente a donde, si acaso a una morada estable
o de tránsito. Al parecer, mi padre, simplemente no se ha ido. Ahora es un
fantasma y ya no necesariamente aquel hombre sin hermanos ni madre que le tenía
un miedo innombrable a los temblores, que bautizó al primero de sus hijos con
su nombre y que se murió de tristeza.
Por algunos años el relato sobre el fantasma de mi padre fue una historia
mal contada, pero la aparición y suma contingente de narradores, y sus versiones, le
han dado la potencia persuasiva para arremeter contra el orden de mis recuerdos
y sus escaras. En 1997, cuando migramos de Oxapampa, nuestra
casa se alquiló a un sobrino de mi madre. Él y su familia la habitaron por
cerca de una década. Nuestro lazo familiar y contractual devino en deudas y
distanciamientos. Cuando las relaciones se iban agotando, este primo, en alguna visita que mi mamá le hizo para cobrarle lo que nos
debía, le contó que mi papá se dejaba ver en la casa. Ella no le creyó (o no le quiso creer) y solo sentenció: "Seguro tu tío ya
quiere que te vayas”. La respuesta de mamá canceló el tema de la boca del primo
y parece que de las nuestras también. Casi una década después, en la misa del
hermano de mamá, una sobrina del primo se acercó para hablarle de papá. Esta le
contó que hace años, cuando estuvo de visita en casa, cuando mi primo la
habitaba, mi papá se dejo ver y la asustó. Ella lo vio parado en la puerta de
la cocina, en una postura que reconoció como suya. Solo atinó a correr
entorpecida por sus propios gritos hasta dar a la calle. No sé qué lado
sensible de mi madre habrá despertado cuando escuchó, una vez más, la historia
del primo deudor en términos de otra persona, ahora una mujer joven y bella que
la vida no había tratado precisamente bien. Aún así, creía percibir en nosotros
una resistencia al relato, una resistencia de hacer de mi padre un fantasma.
Sin embargo, la existencia ahora atribuida
a mi padre sigue siendo relatada por otros. Ahora en casa vive una joven familia:
mi prima, su esposo y su pequeña hija que solo dibuja monosílabos en el aire.
Esta vez el esposo dice haber visto a un anciano en la sala de la casa. Este
pasaje ha sido contado con más detalle. Un mediodía, de sábado y claro sol (así
lo imagino), el joven padre lleva en brazos a su niña, la pasea por la casa con
placer, sin sentir el peso en sus brazos. Su recorrido continúa en un segundo
piso, el lugar que albergaba nuestra sala. En este segundo piso cuelga una
ventana mediana y cuadrangular que da a una avenida muy transitada. Ver desde aquella
ventana, casi sin ser visto, puede resultar gozoso. Siempre acontece algo allá
fuera. Papá y mamá lo sabían. Era muy frecuente verlos auscultando la calle y
comentando con excitación lo que la gente vivía cotidianamente. El joven esposo
se asoma por otra ventana que está del lado de la puerta y ve a un anciano
delgado, de cabellera menuda y mediana estatura, de pantalones marrones, camisa
gris y chompa ligera. El anciano mira hacia la calle, sosegado. El joven padre
no se asusta y continúa su recorrido por el balcón que se desprende en el
segundo piso, como si fuera rutinario ver al anciano habitando la sala y
mirando a la calle. Luego de agotar sus pasos por el balcón y volver sobre
ellos, el joven padre echa una vez más un vistazo. Esta vez la sala está aparentemente
vacía, como siempre o quizá como nunca. Luego le describirá a su esposa las
características del etéreo cuerpo. Era Antonio, mi padre.
Volver a escuchar que ese “pedacito
esencial” de mi padre está en casa me ha inquietado, aunque en cierto modo también
me ha tranquilizado constatar que está en su casa, en el lugar que tanto quiso
y se arraigó con la ternura y la furia de un niño huérfano y sin hermanos que
fue. ¿Cuál podría ser el motivo por el que mi padre no logra “descansar” (¿tranquilo?),
si es que acaso existe dicho estado? Él solo migró a Lima para morir. Amaba Oxapampa
y su casa, que al fin y al cabo son lo mismo. Mi hermano ha escuchado decir que
los fantasmas que “se quedan” simplemente lo hacen porque se sienten bien allí,
pero, ¿cuál es el lugar que les corresponde?, ¿es ese verdaderamente su lugar?
Tomar por cierta esta historia ha
sido una línea trazada sobre la construcción de mis muertos. Saber que “algo”
de mi padre, algo “vivo” o ciertamente aprehensible a través de los sentidos, está
en un lugar es hacerme a la idea que, después de todos estos años de soñarlo
con resentimiento, está con nosotros. Posiblemente nunca me comunique con él,
pero sé donde está y es en este mundo que percibo y me duele a veces. Aunque
suene paradójico no quiero ir a verlo porque tengo la certeza que no lo veré. En
estos años he vuelto y he dormido algunas noches en casa. Nunca he sentido su
mínima y etérea presencia. Creo que mejor así, pero sé que está allí. Me sosiega
saber que lo tengo cerca, que no vamos a hablar, pero que está en casa. Sé que
no es un hecho para racionalizar, aunque creo que es lo único que he hecho en
este recuento sobre el fantasma de mi padre.